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Podredumbre

Eran las cuatro y algo de la mañana cuando me desperté por quinta vez en aquella noche.   El olor nauseabundo que rodeaba el ambiente era tan fuerte que me sacudió de la cama y me dejó sentada al borde, conteniendo lágrimas en los ojos y vómito en la boca. Giré a mi alrededor nerviosa y no vi nada fuera de lo ordinario. Nunca había nada fuera de lo ordinario. Temblorosa tomé mis sábanas y las restregué fuerte contra mi rostro, seguían oliendo igual que la tarde anterior cuando paranoica lave todos los textiles de la casa y los bañé desesperada en varios productos de fragancias persistentes con la esperanza de que aquel hedor se fuera. Mi almohada, mi edredón y demás prendas que vestían mi habitación aún mantenían el fresco aroma a “dulce primavera” que había electo horas antes. No había nada en mi habitación que me causara nauseas, pero sabía que apenas mi cabeza volviera a reposar dispuesta a dormir, el olor regresaría a sofocarme. Pero si así tenía que ser, así se

Grullas de Papel

Desde que era una niña, la luz del crepúsculo ha tenido un fuerte impacto en mí. Mi madre, solía contarme que a la corta edad de 3 años, siempre exactamente a la misma hora, corría emocionada hacia el balcón del segundo piso de aquella casa en la que viví durante mi infancia, solo para poder observar cómo los últimos rayos de sol se ocultaban entre las montañas, dando paso a Selene y su bello astro nocturno. Me podía quedar horas enteras observando el cielo, siguiendo el paso del sol, embelesada por el bello resplandor ambarino que alumbraba todo a su paso y que me llenaba de un júbilo tan puro, que solo siendo una tierna infante me daba lujo de sentir y disfrutar. Pero como todo aquello que nos marca y distingue de entre todo lo demás, tenía un motivo especial por el cual perseguía tan incesante la caída de la estrella más grande y brillante del firmamento y me aferraba con fuerza al atardecer. Ese aquello que me hizo ser una niña diferente, fue el hecho que precedía al atar

Negro Azabache No. 746

Odio el centro comercial. No este en particular, odio en general a los centros comerciales. Dado que hasta hace poco mi madre y yo vivíamos solos en un mismo apartamento siempre hacíamos juntos las compras del mes, recuerdo perfectamente las horas terribles de estar parado esperando a que mi madre escogiera cada santo producto (aunque siempre eligiera las mismas marcas), además de que casi siempre terminábamos peleando por tonterías como si fuéramos un matrimonio viejo.   Por ende, el simple hecho de saber que se avecinaba el fin de mes me estresaba de sobremanera pues significaba que mi calvario era inminente Hasta que hace un par de meses atrás descubrí que existía algo peor que ir de compras con mi madre. Y era no tener a nadie con quien ir. Por eso y más, detesto estos lugares. Son meollos de recuerdos tristes y frustrantes, llenos de gente molesta revolviendo los anaqueles y de empleados que te acosan minuto a minuto a excepción de cuando los necesitas.   P