Podredumbre
Eran las cuatro y algo de la mañana cuando me desperté por quinta vez en aquella noche. El olor nauseabundo que rodeaba el ambiente era tan fuerte que me sacudió de la cama y me dejó sentada al borde, conteniendo lágrimas en los ojos y vómito en la boca. Giré a mi alrededor nerviosa y no vi nada fuera de lo ordinario. Nunca había nada fuera de lo ordinario. Temblorosa tomé mis sábanas y las restregué fuerte contra mi rostro, seguían oliendo igual que la tarde anterior cuando paranoica lave todos los textiles de la casa y los bañé desesperada en varios productos de fragancias persistentes con la esperanza de que aquel hedor se fuera. Mi almohada, mi edredón y demás prendas que vestían mi habitación aún mantenían el fresco aroma a “dulce primavera” que había electo horas antes. No había nada en mi habitación que me causara nauseas, pero sabía que apenas mi cabeza volviera a reposar dispuesta a dormir, el olor regresaría a sofocarme. Pero si así tenía que ser, así se